miércoles, 28 de noviembre de 2012

Capítulo 15.



Un día perfectamente tranquilo amanecía con aires veraniegos, una temperatura agradable, un día perfectamente perfecto.

Él, sentado en la silla de plástico de la cafetería, miraba sin esperar a nadie. Solo, en compañía de un café cappuccino y su libro favorito. La terraza vacía.

La plaza estaba salpicada por algunas madres con sus hijos, un paseo matutino. Las pequeñas manos de los bebés intentaban cortar el viento, coger el cielo con sus manos. Ajenos a todos y sorprendidos por todo.

Los puestos de flores, que hacía rato que estaban abiertos, estaban llenos de macetas con plantas de todos los colores y formas, algo que caracterizaba a ese lugar, sin duda. Algunas mujeres, entradas en años, compraban con aire entristecido, quizá pensando en el que recibirá esa flor, una persona querida, fallecida.

La muerte y la vida se encuentran en esa plaza. Unidas por pensamientos o hechos, se enlazan en ese punto de encuentro.



Ella caminaba lentamente por la acera derecha de la calle principal. Su camisa se agitaba suavemente con la brisa que corría entre su ser y el mundo.
Llegó a la plaza y decidió sentarse en la terraza de la cafetería. Una mesa al leve sol que alumbraba la mañana, hizo que sus manos entraran en calor, que sus mejillas retomaran el color.
Se sentó en una silla y esperó a que el camarero la atendiera. Un café con leche, poco cargado.

Con el café en la mesa y su bolso en otra silla a su lado. Comenzó a leer, las páginas de un libro que formaban parte de su vida. Líneas que permanecían en su mente, grabadas, y allí quedarían.

Una ráfaga de viento hizo que sus cabellos se desplazaran hacia su cara. Levantó la vista de las palabras para apartar los suaves mechones de su rostro cuando lo vio.

El mismo libro, la misma cafetería a la misma hora. Un cruce de miradas que lo decía todo. Una sonrisa.

Él se levantó de la mesa. Se desplazó con cuidado hasta la mesa de la chica y se presentó, cortésmente.

- Hola, soy Leo – dijo con timidez- he visto que estás leyendo el mismo libro que yo… Y todavía no había encontrado a nadie que lo conociera… ¿Te importa que me siente?

- No… Siéntate si quieres… - Dijo la chica, con aire amistoso- Me llamo Julieta y sí, es mi libro favorito, no puedo parar de leerlo, siempre que lo leo le encuentro un matiz nuevo… Me encanta.

- Nunca he conocido a nadie que lea este libro – Entonces Julieta se percató en que tenía los ojos de un verde esmeralda.

- Pues ya la conoces – Dijo, mirando fijamente a sus ojos. Un mar de color. Soltó una sonrisita nerviosa y siguió tomando a sorbos su café.

Los dos rieron, comentaron y charlaron durante toda la mañana. Se miraban a los ojos, con confianza y sin miedo.
Él, la acompaño a casa, y hablaron durante todo el camino, de cosas que no importaban en absoluto al resto del mundo, pero para ellos era lo más remoto de su existencia.

Él ya lo sabía, ella lo tenía que descubrir.


Dos besos en las mejillas, inocente, señal de una futura buena amistad.


Julieta entró en casa, subió las escaleras y entró en su cuarto. Las paredes rosa claro la recibieron calurosamente. Liberó a su pelo y se tendió sobre la cama, hacia arriba.

Y se dio cuenta, no había pensado en otra cosa. Sus pensamientos de aquella mañana no habían estado en lo que pasó algunos días atrás, su mente solo se había concentrado en él. Leo.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Capítulo 14.


''He estado mucho tiempo sin publicar, y la verdad, es que no me llegaba nada de inspiración. Además, no creo que nadie siga mi blog enserio, así que, seguiré publicando capítulos, pero más lentamente. Gracias :) ''


La chica, aturdida, con los ojos empañados en soledad y su corazón empapado de tristeza, se tumbó sobre su cama, intentando olvidar, pasar página. Alcanzó su reproductor de música, el cual se encontraba en la mesa, y comenzaron las melodías.
Una canción después de otra, canciones que penetraban en su cerebro, que la tranquilizaban, que le borraban las lágrimas del rostro.

Poco a poco, su cuerpo se sentía cada vez más cansado, sus ojos se cerraron. Se dejó atrapar por el reino de los sueños, donde nadie podía hacerle dado, o quizás sí.

‘‘Una habitación cerraba, sin ninguna vía de escape; ventanas selladas, puertas de acero, solo una bombilla iluminaba la penumbra, como un rayo de sol en las tinieblas.

Julieta se sentía aturdida, tenía los ojos cansados, pero se le hacía imposible cerrarlos, parecía que la cafeína corría por sus venas. Se levantó con cuidado y lentamente. Las manchas oscuras en su vestido blanco parecían recientes. Manchas negras, grises y rojas. Un rojo sangre que salpicaba la tela blanquecina.

Caminó con sus pies descalzos por la habitación, llena de aire cargado. Se dirigió hacia la puerta, la cual era oscura y tenía una pequeña rejilla de cristal que podía abrirse y cerrarse. Colocó su mirada ante esta, y de pronto unos ojos negros como el carbón, brillantes y ansiosos de dolor, llenos de odio, se posaron delante de ella. Esa mirada endemoniada asustó a la chica. Julieta retrocedió sin dejar de mirar a esa criatura, no podía dejar de hacerlo.

De pronto, de las paredes grises y chorreantes de suciedad, aparecieron pequeños cañones, los cuales estaban por todos lados, acorralándola.
Del techo surgió una espesa lluvia negra, que inundó por completo el suelo de aquella caja de zapatos. Gasolina. No.

La chica comenzó a gritar, los cañones comenzaron a disparar fuego, la criatura desconocida comenzó a sonreír.

Su carne, tierna y sucia, ardía en cálidas llamas que calaban hasta los huesos. Todo estaba ardiendo, consumiéndose. La bombilla explotó. La puerta se abrió.


La mirada oscura retiró el fuego de su camino con un suave movimiento de brazos

Se acercó a ella, que no paraba de consumirse en llamas. Los ojos de la chica estaban muy abiertos, unos párpados desnudos recubrían el ojo, que pronto comenzaría a derretirse como la mantequilla.

- Ya eres mía – Dijo la criatura.

Una carcajada retumbó en las paredes. Julieta cayó en el mar de fuego, cerró los ojos y despertó’’


Un suspiro recogió las emociones de la chica, la cual rebotó en la cama al abrir sus ojos, pero se calmó al tocarse la suave piel de su brazo.

Un sueño horrible, un pesadilla que manifestó sus sentimientos. Atrapada, sin salida, todas las miradas puestas en ella y no sabía lo que debía hacer.

Al levantarse de la cama, todo estaba oscuro. Miró el reloj de su mesilla y marcaba las 5 de la mañana. Ya era sábado.

Miró a su alrededor, algo confundida aun, y se dirigió a su ordenador. Lo encendió y comenzó a navegar por la red. Le había llegado un mensaje.

Arturo.

‘‘No sé ni por dónde empezar, pienso que estoy tan confuso como tú, Julieta, no sé qué decirte, pero sé que no te voy a decir lo que pensar, por que tus pensamientos es una de las pocas cosas que posees con libertad.
Tampoco te voy a obligar a que me quieras, porque no quiero falsas promesas ni palabras. Solo quiero que seas feliz, conmigo o sin mí. Quiero que cuando leas este mensaje contestes, solo para demostrar que todavía te importo, pero no lo contestes si no me quieres dar una oportunidad. Desapareceré de tu vida, nos ignoraremos y haremos como que no ha pasado nada. Te quiero, pero se ve que tú ya no sientes lo mismo por mí. Me equivoqué, debería de haberte amado cuando podía, no dejarme llevar por las palabras de otros que hoy ni siquiera son mis amigos, debería haberme ido hacia tu camino, debería haberte cogido la cara con ambas manos y sostenerte, solo para decirte que estoy contigo, que nunca te dejaré, y que cuando quieras hablarme, te contestaré.’’


A Julieta se le paró el sentido. ¿Le contestaba? Obviamente el seguiría formando parte de su vida, no podía dejarlo atrás, aunque solo fuera en sus recuerdos. Él le importaba. Pero decidió no contestar, por el momento.

Siguió navegando por internet hasta que el cielo comenzó a aclararse y los pájaros comenzaron a cantar. El calor ya se notaba, comenzaba a llegar el verano, la primavera en su ciudad duraba muy poco.

Recogió su melena en un pequeño moño con algunos mechones sueltos y se dirigió al armario para coger algo de ropa, iba a salir.
Tenía ganas de un café, leer, estar en paz.

Eligió unos vaqueros suaves y no muy gruesos, una camisa blanca suelta y fina y un pañuelo de colores.

Después de asearse para borrar los rasgos típicos de un trasnochador, comenzó a preparar su bolso: Su libro favorito, su móvil, su reproductor de música y algo de dinero.

Se calzó sus botas y comenzó a bajar las escaleras con cuidado. Dejó una nota que explicaba su rumbo sobre la mesa de la cocina, cogió las llaves y salió.

El aire limpio de la mañana, revivió a sus pulmones. El cielo estaba despejado, una brisa fresca acunaba a las hojas de los árboles y leves y débiles rayos de sol asomaban en la acera.

Un día perfecto, pero ella no sabía cuánto.