Un día perfectamente tranquilo amanecía
con aires veraniegos, una temperatura agradable, un día perfectamente perfecto.
Él, sentado en la silla de plástico de la
cafetería, miraba sin esperar a nadie. Solo, en compañía de un café cappuccino
y su libro favorito. La terraza vacía.
La plaza estaba salpicada por algunas
madres con sus hijos, un paseo matutino. Las pequeñas manos de los bebés
intentaban cortar el viento, coger el cielo con sus manos. Ajenos a todos y
sorprendidos por todo.
Los puestos de flores, que hacía rato que
estaban abiertos, estaban llenos de macetas con plantas de todos los colores y
formas, algo que caracterizaba a ese lugar, sin duda. Algunas mujeres, entradas
en años, compraban con aire entristecido, quizá pensando en el que recibirá esa
flor, una persona querida, fallecida.
La muerte y la vida se encuentran en esa
plaza. Unidas por pensamientos o hechos, se enlazan en ese punto de encuentro.
Ella caminaba lentamente por la acera
derecha de la calle principal. Su camisa se agitaba suavemente con la brisa que
corría entre su ser y el mundo.
Llegó a la plaza y decidió sentarse en la
terraza de la cafetería. Una mesa al leve sol que alumbraba la mañana, hizo que
sus manos entraran en calor, que sus mejillas retomaran el color.
Se sentó en una silla y esperó a que el
camarero la atendiera. Un café con leche, poco cargado.
Con el café en la mesa y su bolso en otra
silla a su lado. Comenzó a leer, las páginas de un libro que formaban parte de
su vida. Líneas que permanecían en su mente, grabadas, y allí quedarían.
Una ráfaga de viento hizo que sus cabellos
se desplazaran hacia su cara. Levantó la vista de las palabras para apartar los
suaves mechones de su rostro cuando lo vio.
El mismo libro, la misma cafetería a la
misma hora. Un cruce de miradas que lo decía todo. Una sonrisa.
Él se levantó de la mesa. Se desplazó con
cuidado hasta la mesa de la chica y se presentó, cortésmente.
- Hola, soy Leo – dijo con timidez- he
visto que estás leyendo el mismo libro que yo… Y todavía no había encontrado a
nadie que lo conociera… ¿Te importa que me siente?
- No… Siéntate si quieres… - Dijo la
chica, con aire amistoso- Me llamo Julieta y sí, es mi libro favorito, no puedo
parar de leerlo, siempre que lo leo le encuentro un matiz nuevo… Me encanta.
- Nunca he conocido a nadie que lea este
libro – Entonces Julieta se percató en que tenía los ojos de un verde
esmeralda.
- Pues ya la conoces – Dijo, mirando
fijamente a sus ojos. Un mar de color. Soltó una sonrisita nerviosa y siguió
tomando a sorbos su café.
Los dos rieron, comentaron y charlaron
durante toda la mañana. Se miraban a los ojos, con confianza y sin miedo.
Él, la acompaño a casa, y hablaron durante
todo el camino, de cosas que no importaban en absoluto al resto del mundo, pero
para ellos era lo más remoto de su existencia.
Él ya lo sabía, ella lo tenía que
descubrir.
Dos besos en las mejillas, inocente, señal
de una futura buena amistad.
Julieta entró en casa, subió las escaleras
y entró en su cuarto. Las paredes rosa claro la recibieron calurosamente. Liberó
a su pelo y se tendió sobre la cama, hacia arriba.
Y se dio cuenta, no había pensado en otra
cosa. Sus pensamientos de aquella mañana no habían estado en lo que pasó
algunos días atrás, su mente solo se había concentrado en él. Leo.